Cumplir 60 años en medio de una pandemia tiene casi el mismo mérito que enhebrar una aguja bajo un temporal. Nací en 1961, un año en blanco y negro en el que el seat 600 era un milagro, el sexo era pecado, la memoria era una guerra, el silencio era una virtud, la virginidad era el peaje al cielo futuro y al moho presente, los rojos seguían mayormente sin llevar sombrero y todo tenía pinta de estar a medio hacer. Las calles de los barrios eran barrizales, los taxis eran negros y los curas también, había mujeres en mandil apoyadas en escobas hablando en el portal, mi padre se lavaba los pies en un balde gris, mi madre fregaba de rodillas la cocina o la escalera al día siguiente de parir y una vecina vareaba colchones de lana al sol del verano en medio de la acera. Las niñas llevaban trenzas y a mi me gustaba Mari Carmen Vega aunque no se lo dije nunca. Luego quise ser cura pero no me llegó la santidad necesaria para ver la misa desde el otro lado, porque creo yo que la santidad o la piedad son como la insulina: nacemos con una dosis justa y ya no hay más.
Más adelante toqué algo los palos de novio formal e informal, de militante de salón parroquial, de gracioso en las fiestas, de plasta con la guitarra, de hermano mayor sin autoridad, de cornudo, de burlador y de cantamañanas. He actuado también de padre, de borracho encantador, de periodista, de escritor diletante, de sobrio contrariado, he hecho guardia en garitas con olor a Chanel y en otras con tufo a meados. No me son ajenos ni conventos, ni puticlubs, ni amenazas, ni promesas, ni triunfadores, ni fracasados, aunque los años me han enseñado que ambas condiciones humanas son muy relativas si se miran bien. Me lo he gastado casi todo, me lo he bebido casi todo; debo dinero, debo muchas explicaciones que no tendré tiempo a dar, debo la vida porque no sé donde gasté los 60 años que cumplo, debo la muerte porque aún no la he abonado, salvo que vivir sea morir a plazos y a los sesenta uno ya esté medio muerto sin saberlo. Casi todas las mañanas leo las esquelas, no vaya a ser que mi nombre aparezca en una de ellas y yo siga vivo por inercia y ocupando sin merecerlo el puesto de alguien que quiere vivir con ilusión y un torrente de energía. Nací en 1961 y he dado 60 vueltas al sol sin que ese hecho haya alterado en absoluto la historia. Soy tan prescindible como tantos otros y a partir de este año empiezo a serlo más, porque voy camino de la vejez y la inutilidad física y mental. Debo agradecer seguir vivo, seguramente, aunque ello me ponga más lejos de la vida y más cerca de la muerte.